viernes, 1 de agosto de 2014

Ser profesor, ¿para qué? (de JJ Carbajales)

Juanjo Carbajales es uno de los grandes amigos que me dio el Master en Derecho Administrativo de la Austral -fuimos integrantes del glorioso grupo 5. JJ, además de abogado y magister en D.A., es licenciado en Ciencias Políticas- y tiene una marcada vocación docente: es profesor de Derecho Administrativo y de Filosofía Jurídica. 
Respondiendo a la entrada anterior sobre las características de un buen profesor de Derecho, Jey Jey nos mandó este excelente post. 


Hace unos años el escritor italiano Umberto Eco se preguntaba para qué sirve el profesor en la era de la informática, donde la información fluye en abundancia y al instante. Su respuesta fue que la función primordial era intentar “reorganizar sistemáticamente lo que Internet le transmite [al alumno] en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones”.

Bajo esta inteligencia, es preciso abonar al debate sobre cómo aunar el deber y la pasión del maestro, la profesión y su vocación. Si partimos desde una de las teorías éticas plausibles (entre muchas otras), encuadrada en el imperativo categórico de Kant y en su visión de la Ilustración, podríamos postular que una de las finalidades básicas de la enseñanza es la de tomar a cada persona como un fin en sí mismo, esto es, buscar que cada alumno comprenda y asimile los conceptos a enseñar en clase. Provocar que el sapere aude emancipador se plasme en el aula y que cada estudiante se atreva a pensar por sí mismo; como propone el profesor Guibourg, director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA, facilitarle los caminos para que pueda construir su propio sistema de pensamiento, ponerlo a prueba y hacerse responsable por él ante sí mismo y ante los demás.

De allí que el objetivo basal debería ser enseñar a los alumnos a pensar. Esto es, no sólo a discutir argumentos –cambiantes e históricos, con diferentes grados de importancia y razonabilidad–, sino a formarse criterios que permitan distinguir y clasificar, agrupar y desechar, elegir, valorar y jerarquizar tales argumentos; en una palabra, sistematizar aquéllas ideas sueltas, explicitar las “relaciones sistemáticas” entre conceptos aparentemente disociados. Para llevar a cabo esta compleja tarea siempre es mejor disponer de ciertas bases filosóficas que ayuden a volcar una mirada reflexiva sobre tales relaciones.

Todo ello, enmarcado en teorías generales (de sistemas, de la economía, del derecho, de la ética misma) cuya misión es iluminar el razonamiento en cuanto al grado de consistencia de la aplicación práctica de los argumentos en juego pero, principalmente, de los criterios en disputa, señalando inatinencias formales e incoherencias sistémicas.

Motivar el pensamiento crítico radicaría, pues, en habituar a los alumnos en la búsqueda permanente de los fundamentos filosóficos de cada ciencia y de sus problemas recurrentes, evitando formar –incluso en los primeros años de la Universidad– hiperespecialistas acostumbrados a tener la cabeza dividida en múltiples disciplinas “autónomas”.

Orientación de vida
Este rol docente es, en definitiva, semejante a la tarea de formación asumida por padres y maestros iniciales. Como dice el ex rector de la UBA Jaim Etcheverry, la función formativa de estos adultos es actuar “como la hiedra”, que alienta, estimula el crecimiento y entusiasma al joven (quien lo agradece), pero que, a la vez, ofrece resistencia y firmeza (tarea ésta no siempre complaciente). En una palabra, el profesor encarna la figura de un muro que apoya y limita. Y, citando al filósofo español Fernando Savater en su libro El valor de educar, concluye que ese rol docente está basado en un “apoyo resistente, cordial pero firme, paciente y complejo”, cuyo objetivo es “ayudarlos a crecer rectamente hacia la libertad adulta”.

Pero educar en el razonamiento criterioso y poner límites puede resultar tedioso y hasta contraproducente en los alumnos. Para contrarrestar esta tendencia, es necesario “salirse del libreto” habitual y desencajarlos de entrada, quebrarles la cabeza y hacerles sentir que no saldrán del aula igual que como entraron. Que nuestra clase les cambiará la vida para siempre. Para lo cual es ineludible partir de un requisito ordenador: tener en claro para qué se enseña y qué herramientas se utilizarán para conseguir los objetivos perseguidos. Será estimulante, así, que el docente con sincera vocación por el aprendizaje (no sólo por la enseñanza “de manual”) se atreva a explicar su ciencia pero también a transmitir su experiencia; a hacer entendibles a los autores estudiados al tiempo que se muestra como un faro iluminador –incluso dejando entrever algunos retazos de su propia biografía. Por un lado, dar el programa de la materia, con suma exigencia y siempre buscando la excelencia (lo que conlleva a evitar las opciones presumiblemente ventajosas para el alumnado pero que, a la larga, sólo tienden a bajar el nivel de la enseñanza y a descalificar el valor del título que oportunamente conseguirán).

Por el otro lado, ha de procurarse –por todos los medios posibles– orientar a los estudiantes, desacralizando las formas y humanizando las jerarquías. De esta manera, si el profesor no sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar el material a utilizar, “por lo menos –aconseja Eco– puede ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por comparar y juzgar cada vez todo aquello que Internet pone a su disposición”. Demostración válida no sólo para el uso de una técnica específica, del oficio que el docente domina en tanto su especialidad, sino también como patrón de conducta, como ejemplo de integridad profesional y humana. Kovadloff ha descripto este compromiso al referirse a los “maestros cabales”, cuya virtud principal radica en que mientras el docente convencional se limita a dar a conocer un contenido, informar y a lo sumo explicar, un gran maestro “transmite, encarna lo que comunica, respalda, mediante un profundo compromiso personal lo que pone en juego como saber”, con lo que “alcanza el corazón del estudiante, lo transforma, genera en él una predisposición al aprendizaje nacida de la empatía”. Y del amor por el estudio, potenciado en la época dorada de ser estudiante, en la que todo se le perdona y hay tiempo para dedicar al “ocio formativo” (total, la etapa laboral ya vendrá, indefectiblemente, pero lo que no se estudia de joven no se estudia más –o costará el doble de esfuerzo y dinero).

En este marco, quien tiene un curso a cargo no debe perder de vista que una misión fundamental del educador es ayudar a los estudiantes a construir su vocación, en tanto esta no es una cuestión exclusiva del 5º año de la secundaria –al momento de elegir una carrera–, sino una problemática permanente, al armar y reconfigurar su propio perfil personal, su camino de vida, su derrotero existencial. Es que aquellos pasarán largos años en el sistema educativo formal, no solo cursando materias correlativas, sino –principalmente– inventando su futuro, buscando su lugar en un mundo laboral hipercompetitivo, oteando en qué funciones serán personas pensantes, trabajadoras, creativas, ojalá siempre útiles a la sociedad. Por ello es importante inculcarles que no deben perder el tiempo (vg. dejando materias), pues dichas pérdidas tarde o temprano se pagan. Es difícil, requiere introspección, pero si el estudiante tiene idea de cuál es la finalidad última que persigue en las diferentes etapas, cada paso cuenta, cada hora de estudio suma… por lejos que quede la meta. ¡Hay que esforzarse hoy para el largo plazo! Acumular acciones positivas que los acerquen a la utopía (aunque ésta siempre se vaya corriendo).

Técnicas de docencia
Ahora bien, esta mágica y reconfortante tarea docente ofrece múltiples variantes al momento de ser plasmada en prácticas concretas. En este sentido, la experiencia (de un joven docente universitario en el área del derecho) indica que deben privilegiarse los métodos que permitan conocer personalmente a los alumnos e integrarlos como grupo. Implementar una dinámica interactiva, basada en la idea de que el error es deseable como parte del aprendizaje. Es que el ritmo dado al vínculo entre docentes y alumnos es fundamental para extraer lo mejor de cada uno, en el entendimiento de que el saber de quien está al frente del curso es siempre limitado y no otorga privilegios ni un status especial, lo que implica restringir al máximo el dictado de “clases magistrales” y volcarse a un feedback mutuamente constructivo.

Por ello, a través de una interacción fluida ha de buscarse motivar a cada estudiante a que se atreva a hablar, a expresar sus ideas en público, a equivocarse frente a sus pares, a no buscar necesariamente la aprobación del docente, a construir alguna de las múltiples respuestas posibles y –principalmente– a funda siempre esa respuesta en forma coherente con su propio sistema de pensamiento. Este esquema predica también el elemental acto de llamar a cada alumno por su nombre de pila, pues ¡el efecto en su autoestima es increíblemente redentor! Y si este ambiente es fomentado a través de métodos vinculados con lo lúdico (utilización de disfraces, fichas, actividades de compromiso corporal, experiencias vivenciales como entrevistas y visitas, etc.), los resultados serán recordados por años.

Otra técnica aconsejable es que el contenido de las evaluaciones sea también para pensar, tendientes a la aplicación de la teoría a un caso concreto, mediante la subsunción de las categorías conceptuales a un problema determinado. En esta tónica, ha de darse preferencia a los temas de actualidad, que tienen el plus de “enganchar” a los alumnos en tanto los conecta con su cotidianeidad y les permite verificar la incidencia de las construcciones teóricas en la realidad. La lectura y decodificación de las noticias y opiniones en medios audiovisuales despierta interés y aporta elementos de juicio para contrastar lo que se estudia en clase con lo que luego pasa en el afuera. Como advierte Guibourg, “no hay práctica (…) que no se inserte en una filosofía, así como no hay filosofía que no se traduzca en hechos y actitudes”. En este contexto, si bien es útil el uso del método de casos, que ejercita al alumno en la lectura cotidiana de los “casos difíciles” de cada ciencia, es esperable que ese saber práctico sea respaldado por una reflexión conceptual integradora. Así, el círculo virtuoso de la enseñanza se habrá logrado.

Desafío
No es fácil ser profesor, lograr el milagro de aunar la profesión ardua y la vocación ardiente. Pero el desafío aconcaguático vale la pena. ¡Es un acto de amor! Y siempre en el convencimiento de que la palabra del docente “no es la última, sino la orientadora” (Kovadloff dixit). En pos del objetivo rector de abrir la cabeza a los alumnos, para que se atrevan a desarrollar un pensamiento crítico. Cualquiera sea su contenido.

El autor es docente de Filosofía del Derecho en la UBA.

sábado, 12 de julio de 2014

Dos características de un buen profesor de Derecho (o del Messi de la academia)

He tenido la suerte de tener varios profesores/as de derecho. Y con el paso del tiempo, me he ido formando un criterio de lo que sería mi ideal de profesor, algo así como el Messi de la academia.
Este Messi de la academia tiene, además de las clásicas de saber bien la materia, ser buen orador, etc…, dos virtudes que las he visto en pocos profesores y que las posteo públicamente a manera de colaboración con el profesorado de derecho mundial (que, estoy seguro, sigue este blog):
Sinceridad profesional: siempre me gustó que el profesor diga públicamente para que lado de la cancha patea en lo que podría llamarse su “otra” actividad profesional (en Argentina, usualmente, los profesores de derecho son abogados litigantes, o jueces, funcionarios estatales, etc…)
¿Por qué? Porque lo que enseñe estará muy influenciado por lo que haga en su “otro” trabajo. Por ejemplo, si un profesor da derecho administrativo y está en la bolilla de servicios públicos, la clase  será tremendamente distinta si el profesor que la da es abogado de una empresa privada prestadora de servicios públicos, o juez, o asesor del Estado –supongamos, Procurador del Tesoro de la Nación. Salvo algún cínico suelto, son pocos los que quisieran tener la conciencia intranquila enseñando algo en lo que [en principio] no se cree. Cualquier operador jurídico (es feo el término pero es omnicomprensivo), casi necesariamente, tiende a buscar y ver la justicia de la postura que defiende. En otras palabras, cada cual intentará presentar como imparcialmente justo lo que ha hecho en su vida profesional extra académica. Siguiendo con el ejemplo, más o menos burdamente, el juez enseñará que el derecho es bastante parecido a lo que el ha resuelto en su sentencia, el abogado de la empresa de servicios públicos hará un fuerte hincapié en los beneficios de la prestación privada de los servicios públicos y condenará los excesos del Estado y el Procurador del Tesoro –que, supongamos, dictaminó a favor de la creación de una empresa estatal de servicios públicos- mostrará que el Estado puede llegar a donde no llega el mercado y refunfuñará contra la angurria de las empresas privadas. Todo esto por el simple hecho de que, salvo que el profesor en cuestión tenga una considerable dosis de desvergüenza, ni el juez-docente dirá que resolvió injustamente, ni el abogado-docente sostendrá que la empresa que defiende presta un servicio notoriamente deficiente e incumple obligaciones contractuales, ni el asesor estatal-docente dirá que la empresa pública ha sido copada por los amigos del poder y contrata sin licitación previa.
Entonces: la sinceridad profesional permite al alumno un análisis crítico de lo que el profesor le está enseñando. Saber de qué lado está parado el profesor, qué intereses defiende, permite al alumno tamizar lo que recibe.
Posición propia: ¡decile no a la neutralidad! El derecho, en general, es –o debiera ser- una forma razonada y razonable de adjudicar, regular, repartir…de dar a cada uno lo suyo. El problema es, precisamente, determinar qué es lo que corresponde a cada cual. Cuando, por ejemplo,  Velez Sarsfield, en el Código Civil, decía:
“Art. 2.511. Nadie puede ser privado de su propiedad sino por causa de utilidad pública, previa la desposesión y una justa indemnización. Se entiende por justa indemnización en este caso, no sólo el pago del valor real de la cosa, sino también del perjuicio directo que le venga de la privación de su propiedad” 
estaba proponiendo una idea de justicia determinada, en la que entendía que los perjuicios indirectos eran demasiado para que la sociedad los soportara a través de los impuestos (esto es, una específica forma de adjudicar a cada uno lo suyo, una determinada idea de lo justo en el caso concreto).
Podría pensarse que esto sólo le importa al derecho público, pero no. El derecho privado encubre una enorme cantidad de situaciones en la cual lo justo está pensado desde una óptica determinada: un paradigma individualista o más bien colectivista, una concepción más fuerte del valor del capital o del valor del trabajo, una determinada visión de la igualdad en las relaciones humanas, etc…
Entonces, un buen profesor, el Messi de la academia, no puede mostrar qué gambeta es posible y quedarse ahí. No puede limitarse a decir que la mitad de la biblioteca dice X y la otra dice Y.  Tiene que encarar por algún lado, tiene que definir su posición. El profesor en cuestión tendrá que decir, “este artículo muestra esto, pero EN MI OPINIÓN, tal solución revela una injusticia porque tal o cual cosa”. (Obviamente, el profesor tiene que dejar libertad a los alumnos, pero no puede dejar de dar su posición).
Un beneficio adicional de esto es que permite al alumno cuestionar la postura del profesor, le da una masa crítica –la opinión del profesor- sobre la cual trabajar, pensar, reflexionar. Uno puede leer Gordillo y/o Cassagne, interiormente criticarlos o alabarlos, pero difícilmente tenga la posibilidad de que ellos contesten la crítica. En cambio, el profesor está parado delante de la clase para eso.

El derecho escrito no es neutro, ni es la objetiva encarnación de lo justo, aunque eso es lo que buscamos. Está en los buenos profesores incentivar a los alumnos a encontrarlo.




martes, 20 de mayo de 2014

¡Bien ahí, Alexis!

De "La democracia en América". Impresionante.

“Si trato de imaginar bajo qué nuevos rasgos podrá  aparecer el despotismo en el mundo, veo una muchedumbre innumerable de hombres parecidos o iguales, los cuales giran sin cesar sobre ellos mismos para procurarse placeres pequeños y vulgares con que llenar su alma.  Cada uno de ellos, apartado de los demás, es extraño a su destino; sus hijos y sus amigos constituyen, para él, toda la especie humana; está cerca de sus conciudadanos y de sus vecinos, pero no repara en ellos; los roza sin sentirlos; no existe más que en sí mismo y para sí, y si todavía le queda una familia, puede decirse que ya no tiene patria.
“Por encima de esa masa se alza un poder inmenso y  tutelar que se encarga en exclusiva de garantizar los goces de todo y controlar su destino.  Es absoluto, detallado, regular, previsor y suave.  Se parecería a la autoridad paterna si, como ésta, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad adulta, pero en realidad lo que hace es mantenerlos irrevocablemente en la niñez; le gusta que los ciudadanos lo pasen bien con tal de que no piensen en otras cosas.  Se interesa de buen grado en su bienestar con tal de ser el único agente y árbitro del mismo.  Mira por su seguridad, garantiza y cubre sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, impulsa su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias y, si pudiera, les quitaría por completo la molestia de pensar y vivir.  
“De esta forma se hace cada vez menos útil y más raro el uso del libre arbitrio, se encierra  a la voluntad en un ámbito cada vez más pequeño y se arrebata poco a poco a cada ciudadano su propia personalidad.  La igualdad ha ido preparando al hombre para todo esto; les ha preparado para que lo soporten y hasta para que lo miren como algo beneficioso.
“Después de poner así en sus poderosas manos el destino de cada individuo, modelándolo a su gusto, el soberano abarca con sus  brazos a la sociedad entera, la cubre con una red de reglas complicadas, minuciosas y uniformes a través de la cual hasta los espíritus más originales y las almas más  fuertes son incapaces de abrirse paso para destacarse de la masa.  No quebranta sus voluntades,  pero las reblandece, las pliega y las dirige; no suele forzar a la acción, pero se opone sin cesar a quien actúa; no destruye, impide construir; no tiraniza,  pero incordia, comprime, enerva, apaga, embrutece, y convierte, en fin a cada nación en un rebaño de ovejas tímidas y trabajadoras cuyo pastor es el Estado. He pensado siempre que esta clase de servidumbre, organizada, suave y apacible, cuya descripción acabo de hacer, puede combinarse mucho más de lo que se imagina con algunas de las formas exteriores de la libertad y que no es imposible que se establezca a la sombra de la soberanía del pueblo.
“Nuestros contemporáneos se ven constantemente minados por dos pasiones opuestas: sienten al mismo tiempo la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres.  Al no poder destruir ninguno de estos dos instintos contradictorios, se esfuerzan por satisfacerlos simultáneamente y, por eso, imaginan un poder único, tutelar, omnipotente, pero elegido  por ellos mismos.  Eso les hace respirar más tranquilos.  Se consuelan de estar bajo tutela pensando que han escogido a sus tutores.  Cada cual soporta que le encadenen  porque no es un hombre ni una clase quien tiene en sus manos la cadena, sino el mismo pueblo soberano.
“En este sistema, los ciudadanos abandonan por un momento su servidumbre para escoger su amo y vuelven luego a ella.
“Hay, en nuestros días, muchas personas que se adaptan fácilmente a esta especie de compromiso entre el despotismo administrativo y la  soberanía del pueblo; piensan haber garantizado la libertad de los individuos cuando, de hecho, la han puesto en manos del poder central”.